Duermo, pero mi corazon vela... ''Ahora solo me guia el abandono, no tengo ya otra brujula''
sábado, 21 de marzo de 2015
"SI EL GRANO DE TRIGO NO CAE EN TIERRA Y MUERE, QUEDA INFECUNDO; PERO SI MUERE, DA MUCHO FRUTO" - Reflexiones de Cuaresma: (Ciclo B)
En el Evangelio de hoy tiene lugar enseguida de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, donde iba a ser entregado para su Muerte en la cruz. Allí Jesús informó a sus discípulos y a algunos seguidores, lo que estaba a punto de suceder días después: su Pasión, Muerte y posterior Resurrección.
Para ello, utiliza la imagen de una semilla que debe morir al ser plantada para dar paso a una vida nueva. Nos habla el Señor de una semilla de trigo, fruto muy utilizado en su tierra, que además se aplicaba muy bien a El, Quien se nos convertiría después en el mejor fruto que planta de trigo podía producir, ya que a partir del Jueves Santo, Jesús sería para nosotros el Pan Eucarístico.
Sin embargo, ¿cómo se aplican a nosotros esas palabras del Señor: “Yo les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto”? ¿Se aplican esas palabras sólo a El o también a nosotros? ... Si hemos de seguir el ejemplo y las exigencias de Cristo, ciertamente también se aplican a nosotros.
Y para comprender el significado de esto debemos pasar a las siguientes palabras del Señor: “El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” ( Jn. 12, 20-33).
Ahora bien ... ¿puede realizarse la paradoja, la aparente contradicción de perder para ganar, entregar para obtener, morir para vivir? ... Debe ser así, pues es lo que el Señor nos propone cuando nos advierte que quien pretenda conservar su vida la perderá, pero quien la entregue la conservará.
En el diálogo del Señor que nos relata hoy el Evangelio de San Juan, vemos que se estaba dirigiendo a sus discípulos -que eran hebreos- y a unos griegos, seguramente abiertos al mensaje de Jesús, que habían llegado a Jerusalén y querían ver al Maestro.
Y sucedió que en este diálogo también interviene Dios Padre.
Notemos que Jesús muestra rasgos muy genuinos de su humanidad, pues confiesa a sus oyentes que tiene miedo. “Ahora que tengo miedo, ¿voy a decirle a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? Y se contesta enseguida: “No, si precisamente para esta hora he venido”.
Jesús no elude el sufrimiento y la muerte, sino que confirma su entrega por nosotros, su entrega a la Voluntad del Padre, Quien muestra su presencia en ese momento.
La voz del Padre parece ser una respuesta al Hijo, Quien le pide: “Padre, dale gloria tu nombre”. Jesús, luego confirma por qué el Padre se ha hecho presente: “Esta voz no ha venido por Mí, sino por ustedes”.
Es una nueva oportunidad para fortalecer la fe de los discípulos. Y qué dice el Padre: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Alusión directa a la Resurrección de Cristo, que sucedería -como estaba prometido- al tercer día de su vergonzosa muerte en la cruz.
Poquísimas veces se ve la manifestación directa del Padre en los Evangelios, una de ellas –la menos conocida, tal vez- es ésta. Recordemos que allí estaban presentes hebreos y gentiles. Tal vez por ello Jesús luego hace alusión a que su Reino se extendería a todos, judíos y no judíos: “Cuando Yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí”.
Nos dice el Evangelista que aludía a su muerte en la cruz. Y sabemos cómo se cumplieron las palabras del Señor, pues después de su Muerte, su Resurrección, su Ascensión y Pentecostés, la Iglesia por El fundada se extendió por todas partes, con la predicación de los Apóstoles.
Nos dijo Jesús que su Reino se extendería a todos, porque iba a ser arrojado el príncipe de este mundo (el Demonio) ... y El, a través de su muerte en cruz y por la gloria de su Resurrección, atraería a todos hacia El. Palabras de esperanza y seguridad para todos los que nos dejamos “atraer” por El, por su doctrina y por su ejemplo.
Palabras también de compromiso, porque “dejarnos atraer por El” significa seguirlo en todo ... como El reiteradamente nos pide. Y “seguirlo en todo” significa seguirlo también en la muerte.
Por supuesto esto no significa que todos tengamos que morir en una cruz como El. Tampoco significa que todos tengamos que sufrir un martirio violento -como algunos sí lo tienen.
Significa más bien ese “morir” cada día a nuestro propio yo. Significa ese “perder la vida” que Jesús nos pide en este pasaje de San Juan y que también nos lo requiere en otra oportunidad, con palabras similares: “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la asegurará” (Mt. 16, 25 - Mc. 8, 35 - Lc. 9, 24).
Hay la idea de que morir cuesta mucho, de que el trance de la muerte es un trance muy difícil. En realidad lo que más cuesta es la idea misma de “morir”. Pero la Palabra de Dios es clara, muy clara: debemos entregar nuestra vida, debemos morir a nosotros mismos, si realmente queremos vivir.
¿Qué significa entregar nuestra vida y morir a nuestro yo?
Significa entregar nuestros modos de ver las cosas, para que los modos de Dios sean los que rijan nuestra vida, no los nuestros.
Significa entregar nuestros planes, para pedirle a Dios que nos muestre Sus planes para nuestra vida, y realizar esos planes, no los nuestros.
Significa entregar nuestra voluntad a Dios, para que sea Su Voluntad y no la nuestra la que sigamos durante nuestra vida en la tierra.
Es, entonces, un continuo morir a lo que este mundo nos propone como deseable y hasta conveniente.
Pero pensemos: ¿quién es el dueño de este mundo? Ya Dios nos advierte en su Palabra quién rige el mundo: aquél que es llamado en este pasaje “príncipe ( o amo) de este mundo”. Si observamos bien, los valores que nos propone el mundo son muy diferentes a los de Dios. Los criterios de este mundo son también muy diferentes a los de Dios.
Y cada vez que optamos por ese “perder la vida de este mundo”, cada vez que optamos por “morir” a nuestro yo, es decir, a nuestras propias inclinaciones, deseos, ideas, criterios, planes, etc., de hecho estamos optando por el bando de Dios, que es el bando ganador.
De no vivir día a día esa continua renuncia a nosotros mismos, esa continua muerte a nuestro yo, no podremos dar fruto. Seremos “infecundos”. “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo”. No dará fruto.
Y ¿cuál fue el fruto de Cristo? Lo sabemos bien y nos lo recuerda la Segunda Lectura (Hb. 5, 7-9): “se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”.
¿Cuál será nuestro fruto si optamos por ser fecundos, si optamos por morir con Cristo? Si morimos con El, viviremos con El ... y también salvaremos con El, pues nuestra oblación, nuestra entrega, unida a El, dará fruto para nosotros mismos y para los demás: nos salvaremos nosotros y salvaremos a otros. Serán frutos de Vida Eterna para nosotros mismos y para los demás. Es lo que llama Juan Pablo II en su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el sufrimiento humano, “el valor redentor del sufrimiento”.
La Primera Lectura del Profeta Jeremías (Jr. 31, 31-34) nos habla de la Nueva Alianza que Dios establecería con su pueblo. El Señor pondría su Ley en lo más profundo de nuestras mentes y la grabaría en nuestros corazones.
Y nos dice: “Todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando Yo les perdone su culpas y olvide para siempre sus pecados”. Nos dice que lo vamos a conocer porque nos va a perdonar y se va a olvidar nuestros pecados. No lo vamos a conocer por su castigo, sino por su perdón. Esa es su tarjeta de presentación: su Amor Infinito que perdona y olvida todo nuestro mal.
Cristo, entonces, se hizo Hombre y vivió y sufrió y murió y resucitó para que nuestros pecados fueran perdonados y pudiéramos tener acceso nosotros a la resurrección y a la Vida Eterna.
El Salmo de hoy es el #50, el Salmo de David arrepentido de su horrible y múltiple pecado. “Crea en mí un corazón puro ...Lávame de todos mis delitos y olvida mis ofensas ... Devuélveme la alegría de la salvación ...” Bellísimo Salmo propio para orar cuando nos queremos arrepentir de nuestros pecados. Muy apropiado para pedir nuestra conversión al Señor, para implorar su misericordia.
Próximos ya a la Semana Santa cuando conmemoraremos la entrega total que Cristo hizo de Sí mismo, perdiendo su vida para darnos una nueva Vida a todos nosotros, es tiempo propicio para una profunda conversión.
Reflexionando sobre las palabras del Evangelio y aplicándolas a nuestra vida espiritual, podríamos pedir al Señor esta gracia de conversión profunda que significa el poder comprender y realizar este ideal que nos propone y nos muestra Cristo: morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.
Para ello, utiliza la imagen de una semilla que debe morir al ser plantada para dar paso a una vida nueva. Nos habla el Señor de una semilla de trigo, fruto muy utilizado en su tierra, que además se aplicaba muy bien a El, Quien se nos convertiría después en el mejor fruto que planta de trigo podía producir, ya que a partir del Jueves Santo, Jesús sería para nosotros el Pan Eucarístico.
Sin embargo, ¿cómo se aplican a nosotros esas palabras del Señor: “Yo les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto”? ¿Se aplican esas palabras sólo a El o también a nosotros? ... Si hemos de seguir el ejemplo y las exigencias de Cristo, ciertamente también se aplican a nosotros.
Y para comprender el significado de esto debemos pasar a las siguientes palabras del Señor: “El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” ( Jn. 12, 20-33).
Ahora bien ... ¿puede realizarse la paradoja, la aparente contradicción de perder para ganar, entregar para obtener, morir para vivir? ... Debe ser así, pues es lo que el Señor nos propone cuando nos advierte que quien pretenda conservar su vida la perderá, pero quien la entregue la conservará.
En el diálogo del Señor que nos relata hoy el Evangelio de San Juan, vemos que se estaba dirigiendo a sus discípulos -que eran hebreos- y a unos griegos, seguramente abiertos al mensaje de Jesús, que habían llegado a Jerusalén y querían ver al Maestro.
Y sucedió que en este diálogo también interviene Dios Padre.
Notemos que Jesús muestra rasgos muy genuinos de su humanidad, pues confiesa a sus oyentes que tiene miedo. “Ahora que tengo miedo, ¿voy a decirle a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? Y se contesta enseguida: “No, si precisamente para esta hora he venido”.
Jesús no elude el sufrimiento y la muerte, sino que confirma su entrega por nosotros, su entrega a la Voluntad del Padre, Quien muestra su presencia en ese momento.
La voz del Padre parece ser una respuesta al Hijo, Quien le pide: “Padre, dale gloria tu nombre”. Jesús, luego confirma por qué el Padre se ha hecho presente: “Esta voz no ha venido por Mí, sino por ustedes”.
Es una nueva oportunidad para fortalecer la fe de los discípulos. Y qué dice el Padre: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Alusión directa a la Resurrección de Cristo, que sucedería -como estaba prometido- al tercer día de su vergonzosa muerte en la cruz.
Poquísimas veces se ve la manifestación directa del Padre en los Evangelios, una de ellas –la menos conocida, tal vez- es ésta. Recordemos que allí estaban presentes hebreos y gentiles. Tal vez por ello Jesús luego hace alusión a que su Reino se extendería a todos, judíos y no judíos: “Cuando Yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí”.
Nos dice el Evangelista que aludía a su muerte en la cruz. Y sabemos cómo se cumplieron las palabras del Señor, pues después de su Muerte, su Resurrección, su Ascensión y Pentecostés, la Iglesia por El fundada se extendió por todas partes, con la predicación de los Apóstoles.
Nos dijo Jesús que su Reino se extendería a todos, porque iba a ser arrojado el príncipe de este mundo (el Demonio) ... y El, a través de su muerte en cruz y por la gloria de su Resurrección, atraería a todos hacia El. Palabras de esperanza y seguridad para todos los que nos dejamos “atraer” por El, por su doctrina y por su ejemplo.
Palabras también de compromiso, porque “dejarnos atraer por El” significa seguirlo en todo ... como El reiteradamente nos pide. Y “seguirlo en todo” significa seguirlo también en la muerte.
Por supuesto esto no significa que todos tengamos que morir en una cruz como El. Tampoco significa que todos tengamos que sufrir un martirio violento -como algunos sí lo tienen.
Significa más bien ese “morir” cada día a nuestro propio yo. Significa ese “perder la vida” que Jesús nos pide en este pasaje de San Juan y que también nos lo requiere en otra oportunidad, con palabras similares: “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la asegurará” (Mt. 16, 25 - Mc. 8, 35 - Lc. 9, 24).
Hay la idea de que morir cuesta mucho, de que el trance de la muerte es un trance muy difícil. En realidad lo que más cuesta es la idea misma de “morir”. Pero la Palabra de Dios es clara, muy clara: debemos entregar nuestra vida, debemos morir a nosotros mismos, si realmente queremos vivir.
¿Qué significa entregar nuestra vida y morir a nuestro yo?
Significa entregar nuestros modos de ver las cosas, para que los modos de Dios sean los que rijan nuestra vida, no los nuestros.
Significa entregar nuestros planes, para pedirle a Dios que nos muestre Sus planes para nuestra vida, y realizar esos planes, no los nuestros.
Significa entregar nuestra voluntad a Dios, para que sea Su Voluntad y no la nuestra la que sigamos durante nuestra vida en la tierra.
Es, entonces, un continuo morir a lo que este mundo nos propone como deseable y hasta conveniente.
Pero pensemos: ¿quién es el dueño de este mundo? Ya Dios nos advierte en su Palabra quién rige el mundo: aquél que es llamado en este pasaje “príncipe ( o amo) de este mundo”. Si observamos bien, los valores que nos propone el mundo son muy diferentes a los de Dios. Los criterios de este mundo son también muy diferentes a los de Dios.
Y cada vez que optamos por ese “perder la vida de este mundo”, cada vez que optamos por “morir” a nuestro yo, es decir, a nuestras propias inclinaciones, deseos, ideas, criterios, planes, etc., de hecho estamos optando por el bando de Dios, que es el bando ganador.
De no vivir día a día esa continua renuncia a nosotros mismos, esa continua muerte a nuestro yo, no podremos dar fruto. Seremos “infecundos”. “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo”. No dará fruto.
Y ¿cuál fue el fruto de Cristo? Lo sabemos bien y nos lo recuerda la Segunda Lectura (Hb. 5, 7-9): “se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”.
¿Cuál será nuestro fruto si optamos por ser fecundos, si optamos por morir con Cristo? Si morimos con El, viviremos con El ... y también salvaremos con El, pues nuestra oblación, nuestra entrega, unida a El, dará fruto para nosotros mismos y para los demás: nos salvaremos nosotros y salvaremos a otros. Serán frutos de Vida Eterna para nosotros mismos y para los demás. Es lo que llama Juan Pablo II en su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el sufrimiento humano, “el valor redentor del sufrimiento”.
La Primera Lectura del Profeta Jeremías (Jr. 31, 31-34) nos habla de la Nueva Alianza que Dios establecería con su pueblo. El Señor pondría su Ley en lo más profundo de nuestras mentes y la grabaría en nuestros corazones.
Y nos dice: “Todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando Yo les perdone su culpas y olvide para siempre sus pecados”. Nos dice que lo vamos a conocer porque nos va a perdonar y se va a olvidar nuestros pecados. No lo vamos a conocer por su castigo, sino por su perdón. Esa es su tarjeta de presentación: su Amor Infinito que perdona y olvida todo nuestro mal.
Cristo, entonces, se hizo Hombre y vivió y sufrió y murió y resucitó para que nuestros pecados fueran perdonados y pudiéramos tener acceso nosotros a la resurrección y a la Vida Eterna.
El Salmo de hoy es el #50, el Salmo de David arrepentido de su horrible y múltiple pecado. “Crea en mí un corazón puro ...Lávame de todos mis delitos y olvida mis ofensas ... Devuélveme la alegría de la salvación ...” Bellísimo Salmo propio para orar cuando nos queremos arrepentir de nuestros pecados. Muy apropiado para pedir nuestra conversión al Señor, para implorar su misericordia.
Próximos ya a la Semana Santa cuando conmemoraremos la entrega total que Cristo hizo de Sí mismo, perdiendo su vida para darnos una nueva Vida a todos nosotros, es tiempo propicio para una profunda conversión.
Reflexionando sobre las palabras del Evangelio y aplicándolas a nuestra vida espiritual, podríamos pedir al Señor esta gracia de conversión profunda que significa el poder comprender y realizar este ideal que nos propone y nos muestra Cristo: morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.
(homilia.org)
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