Las Lecturas  de este Segundo 
Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser  nuestra 
respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros... y cuál es  
nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.  En la Primera 
Lectura del día de hoy vemos a  Abraham siendo probado en su fe y en su 
confianza en Dios.  En el Evangelio se nos narra la  Transfiguración del
 Señor.
En la Primera Lectura se 
nos habla de  Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así  consideramos a 
Abraham, pues su característica principal fue una fe  indubitable, una 
fe inconmovible, una fe a toda prueba. Por eso se le conoce  como el 
padre de todos los creyentes. Y esa fe lo llevaba a tener una confianza 
 absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de 
Dios.
A Abraham Dios comenzó pidiéndole que  dejara todo: “Deja tu país, deja tus  parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”  (Gen. 12, 1-4).  Y Abraham  sale sin saber a dónde va. 
Ante la orden del Señor, 
Abraham cumple ciegamente.  Va a una tierra que no sabe dónde queda y no
  sabe siquiera cómo se llama.  Deja todo,  renuncia a todo: patria, 
casa, familia, estabilidad, etc.  Da un salto en el vacío en obediencia a
  Dios.  Confía absolutamente en Dios y se  deja guiar paso a paso por 
El.  Abraham  sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo. 
¿Cómo parecernos a 
Abraham?   Sería un buen programa durante esta Cuaresma tratar de 
parecernos a  Abraham: confianza absoluta en Dios, entrega incondicional
 a su Voluntad,  renuncia de uno mismo, aceptación total de los planes 
de Dios…
A Abraham Dios le había 
prometido que  sería padre de un gran pueblo.  Y Abraham  cree, a pesar 
de que todas las circunstancias parecen contrarias a esta promesa.  Por 
un lado, su esposa Sara es estéril y él  ya cuenta con la edad de 75 
años para el momento de la promesa.  Pero Abraham cree por encima de las
  circunstancias humanas.  
Pasa el tiempo... pasa bastante tiempo,
 desde que Dios le hizo  su promesa a Abraham... pasan ¡24 años! ... Ya 
Abraham tiene 99 años... y  Sara sigue estéril.  En esas condiciones y 
en ese momento tiene  lugar una visita del Señor a la tienda de 
Abraham.  Al final de la visita le dice: Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de  costumbre, Sara habrá tenido un hijo.  
Y, como para Dios no hay 
nada  imposible, así fue: al año siguiente, a un hombre de 100 años y a 
una mujer  estéril de 90, les nace un hijo (Isaac), el hijo por el cual 
la descendencia de  Abraham será tan numerosa como las estrellas del 
cielo, el hijo por el cual  será Abraham padre de un gran pueblo, padre 
de todos los creyentes.  
Han sido 24 años de larga 
espera.  Y cuando lo que era difícil parecía ya  imposible, Dios cumple 
su promesa.  La  lógica de Dios es distinta a la lógica humana.   Los 
planes de Dios son diferentes a los planes de los hombres.  Los planes 
de Dios no se realizan como el hombre quiere, sino como Dios quiere.  Los planes de Dios no se realizan tampoco cuando el hombre quiere o cree, sino cuando Dios quiere.
A veces nos es más fácil hacer lo que  Dios quiere, que hacer las cosas cuando
 Dios quiere.  A veces nos es más fácil  cumplir la Voluntad de Dios, 
que tener la paciencia para esperar el momento en  que Dios quiere hacer
 su Voluntad.  
Abraham creyó y esperó: creyó contra  toda apariencia, esperó contra toda esperanza ... y también esperó el momento  del Señor.
Dios le exigió mucho a Abraham, pero a  la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo.
Sin embargo, comienza a 
crecer Isaac,  el hijo de la promesa.  Cuando ya todo  parece estar 
estabilizado, Dios interviene nuevamente para hacer una exigencia  
“ilógica” a Abraham: le pide que tome a Isaac y que se lo ofrezca en  
sacrificio. 
Este tal vez sea uno de los episodios más conmovedores de la  Biblia (Gen. 22, 1-2.9-18).  Dios vuelve a exigirle todo a
 Abraham.  Ahora le  pide la entrega de lo que Dios mismo le había dado 
como cumplimiento de su  promesa: Isaac debe ser sacrificado.    Abraham
 obedece ciegamente, sin siquiera preguntar por qué.  Sube el monte del 
sacrificio para cumplir el  más duro de los requerimientos del Señor.   Y
 en el momento que se dispone a sacrificar a su hijo, Dios lo hace  
detener.
Dios requirió de Abraham una entrega  total: le pidió el todo. 
 Abraham creyó, esperó y obedeció. Así debe  ser nuestra fe:  
inconmovible,  indubitable, sin cuestionamientos, confiada en los planes
 y en la Voluntad de  Dios, dispuesta a dar el todo a  Dios.  Una fe  confiada en que Dios sabe exactamente lo que conviene a cada uno: una fe ciega.
Abraham respondió a un 
Dios desconocido  para él -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra.
 Pero nosotros hemos  conocido la gloria de Dios, que fue experimentada 
por los Apóstoles después de  la Resurrección del Señor, pero aún antes,
 en los momentos de su  Transfiguración ante Pedro, Santiago y Juan.   
Jesucristo lleva a estos tres Apóstoles al Monte Tabor y allí les  
muestra el fulgor de su divinidad.  (Mc. 9, 2-10)
Si Abraham respondió con 
tanta  confianza y tan cabalmente al llamado de Dios, un Dios 
desconocido para él  ¡cómo no debemos responder nosotros que hemos 
conocido a Cristo
Abraham fue probado en su 
fe y en su  confianza en Dios, al exigirle que sacrificara a Isaac, el 
hijo de la  promesa.  Los Apóstoles, Pedro, Santiago  y Juan fueron 
fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró delante de  ellos.  Es
 lo que el Evangelio nos  relata: Jesucristo se los lleva al Monte Tabor
 y allí les muestra el fulgor de  su divinidad. (Mc. 9, 2-10)
Con  motivo de lo que 
sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en  Teología 
llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión  
de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.
De  acuerdo a esta verdad,
 el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo  efecto connatural
 es la glorificación del cuerpo.  (Es lo que sucederá a todos los 
salvados  después de la resurrección al final de los tiempos).
Sin  embargo, este efecto 
de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús,  porque quiso 
durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más  posible.  
Por eso se revistió de nuestra  carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3,  8).  Se asemejó en todo, menos en el  pecado.
Pero en  la 
Transfiguración quiso también mostrar a tres de sus Apóstoles algo su  
divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima Pasión y 
Muerte. 
Quiso  el Señor con su 
Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y  
prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario.  
En  efecto, en el Tabor, 
Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el alma  de Jesús dejó 
trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita. 
Los  tres quedaron 
extasiados.  Y eso que  Jesús sólo les había dejado ver un poquito de su
 gloria, pues ninguna creatura  humana habría podido soportar la visión 
completa de su divinidad, según sabemos  de lo dicho por Yavé a Moisés (cf. Ex.  33, 20).
La  gloria es el fruto de 
la gracia.  Así, la  gracia que Jesús posee en medida infinita, le 
proporciona una gloria infinita  que le transfigura totalmente.  Fue 
algo  de lo que El quiso mostrarnos en el Tabor.
Guardando  las distancias,
 algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos  en 
gracia.  La gracia nos va  transformando. Pudiéramos decir que nos va 
transfigurando, hasta que un día nos  introduzca en la Visión Beatífica 
de Dios.
Si esto  es así, 
apliquemos lo mismo a lo contrario.   ¿Qué efecto tiene el pecado en 
nuestra alma?  Nos desfigura, nos oscurece.  Y nos daña de tal manera 
que, si nos  descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría 
llevarnos a la condenación  eterna.
Ahora  bien, Tabor y Calvario van juntos.  No  hay gloria sin sufrimiento.  No hay  resurrección sin cruz. 
Con sus  enseñanzas y con 
su ejemplo, Jesucristo quiso decirle a los Apóstoles que han  tenido la 
gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos-  
podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la  
Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar 
por el  sufrimiento y el dolor. 
A San  Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse  allí.  “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.)  Pero ese anhelo fue interrumpido por la  misma voz del Padre: “Este es mi Hijo  amado en Quien tengo puestas mis complacencias.   Escúchenlo”  (Mt. 17, 5).
Cuando Pedro pide quedarse
 disfrutando  en el Tabor, gozando de esa pequeña manifestación de la 
divinidad, Dios mismo  le responde, diciéndole que escuche y siga a su 
Hijo.  No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los  demás supieran que
 seguir a Jesús significa subir también al Calvario.
Si en el Cielo la 
felicidad completa y  eterna será la consecuencia de la posesión de 
Dios, de la Visión Beatífica,  aquí en la tierra los momentos de 
felicidad espiritual son sólo impulsos para  entregarnos con mayor 
generosidad a Dios y a su servicio. 
Después de la Transfiguración, los tres  discípulos levantaron los ojos y vieron sólo  a Jesús. Ya no estaban Moisés y Elías. Ya no irradiaba el Señor su  Divinidad.
No importa que nos falte 
todo, que se deshaga todo, que se  interrumpa todo, que no tengamos 
consuelos espirituales, ni muchos momentos  felices, o –al contrario- 
que tengamos muchos momentos de sufrimiento.   No importa la situación, 
no importa la  circunstancia.  Puede ser en el Tabor o  en el Calvario. 
 Sólo Dios basta.
Recordemos el poema teresiano:
Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.
Volvamos a Abraham.  
Renuncia a sí mismo fue lo que Dios pidió a Abraham...  y Abraham dejó 
todo y aceptó todo.    Respondió sin titubeos y sin remilgos, sin 
contra-marchas y sin mirar a  atrás.  
Esa renuncia de nosotros 
mismos es algo que el Señor nos pide  especialmente en esta Cuaresma.  
Esa  renuncia a nosotros mismos es lo que nos pide el Señor para poder 
llegar a la  gloria de la Resurrección.  
No hay resurrección sin muerte de uno mismo y tampoco sin la cruz  de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios. 
Esa entrega requerida para
 llegar a la  Visión Beatífica nos la muestra Abraham, padre de los 
creyentes, que dejó todo  y aceptó todo a petición de Dios.  Y nos  la 
muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega absoluta a la 
 Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la cruz, para luego 
resucitar  glorioso y transfigurado.  
Y esa resurrección la ha prometido a  todo aquél que también cumpla la Voluntad de Dios. (homilia.org)

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