Las Lecturas de este Segundo Domingo de Adviento nos invitan a prepararnos para la celebración de la venida de Jesús, al celebrar su cumpleaños en esta Navidad.
Todo  Adviento, entonces, 
tiene este sentido de preparación.  Todo Adviento contiene un llamado a 
la  conversión, al cambio de vida.  Será, por  tanto, una oportunidad 
maravillosa para crecer en la fe,  aumentar la esperanza y mejor 
practicar la  caridad.
El  Evangelio de hoy nos 
presenta a San Juan Bautista, uno de los principales  personajes 
bíblicos de este Tiempo de Adviento, que es tiempo de preparación a  la 
venida de Cristo.  La Liturgia de  estos días nos recuerda las cosas que
 hacía y que decía el Precursor del  Señor.  Este personaje ya había 
sido  anunciado en el Antiguo Testamento como “una  voz que clama en el desierto” y que diría:  “Preparen
 el camino del señor ...  Rellénense todas las quebradas y barrancos, 
aplánense todos los cerros y  colinas; los  caminos torcidos con curvas 
 serán enderezados y los ásperos serán suavizados” (Is. 40, 1-5).
Los que conocían la 
profecía de Isaías no  deben haber dudado al ver a San Juan Bautista, 
pues por el retrato que hacía de  él el Profeta era inconfundible el 
personaje.   Pero, más aún, al observar lo que decía ya no quedaba la 
menor duda  sobre su papel como Precursor de Cristo.
Efectivamente,  de repente apareció San Juan Bautista en el desierto.  Nos dice el Evangelio que “vestido de pelo de camello, ceñido con un  cinturón de cuero y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre”.   Se presentó como un mensajero  inmediatamente antes de Jesús para preparar el camino a éste, predicando “un bautismo de arrepentimiento, para el  perdón de los pecados” (Mc. 1, 1-8).
Con  esta descripción de 
la predicación de San Juan Bautista ya podemos tener una  idea de cómo 
será esa preparación que debemos hacer para recibir al Señor:  
arrepentirnos y recibir el perdón de  los pecados.
Pero  si observamos el 
detalle que da el Profeta Isaías no creamos que nos está  hablando de 
una obra de ingeniería para construir carreteras.  ¿O sí?   Puede ser, 
porque se trata de un camino.   ¿Y cómo se prepara el camino del Señor? 
 
Veamos  en la información 
de Isaías cómo puede ser ese proceso de conversión y de  arrepentimiento
 al que estamos llamados muy especialmente durante este tiempo  de 
Adviento.  Recordemos que es un tiempo  de preparación para la venida 
del Señor.
¿Qué  será eso de “aplanar cerros y  colinas”?  Significa
 rebajar las  alturas de nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestra 
altivez, nuestro  engreimiento, nuestra auto-suficiencia, nuestra 
arrogancia, nuestra ira,  nuestra impaciencia, nuestra violencia, etc.  
 Todas ésas son “alturas”, pero no alturas buenas.  Hay que aplanarlas y
 rebajarlas.
Pero  también hay que “rellenar quebradas y  barrancos”.  Esas
 no son alturas,  sino “bajuras” (sí existe la palabra, por cierto).   
Hay que rellenar las bajuras y bajezas de  nuestro egoísmo, de nuestra 
envidia, nuestras rivalidades, odios, venganzas,  retaliaciones.  Todas 
ésas son bajezas  ... y son pecados todos que dificultan el que podamos 
vivir en armonía unos con  otros.  Son bajuras que impiden la  
realización de ese Reino de Paz y Justicia que Cristo viene a traernos.
También  nos habla de corregir el diseño del camino:  “enderezar los caminos torcidos y  con curvas”.  Cambio
 de rumbo, pues. Rectificar el caminos si vamos por caminos  torcidos y 
equivocados, que no nos llevan a Dios.  ¿A dónde queremos ir?  ¿Hacia 
dónde estamos dirigiéndonos?  ¿Estamos preparándonos para que el Señor 
nos  encuentre “en paz con El, sin mancha, ni  reproche”? (2 Pe. 3, 8-14).
Tenemos,  entonces, toda 
una obra de ingeniería espiritual de altura, de profundidad y de  
ancho.  Aplanar, rellenar y enderezar,  para que quede todo parejo, 
alineado, derecho.   Enfocado todo hacia Dios.  De eso  se trata la 
preparación.  
Más  aún, el Precursor del Mesías anuncia algo muy importante:  “Yo los  bautizo a ustedes con agua, pero El los bautizará con Espíritu Santo”.   Luego el mismo Cristo confirmará este anuncio  de Juan el Bautista.  En el diálogo con  Nicodemo, Jesús le dice a éste:  “En verdad te digo, nadie puede ver el Reino  de Dios si no nace de nuevo, de arriba”.  Y ante el asombro de Nicodemo, Cristo le explica:  “El
 que  no renace de agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el 
Reino de Dios ...  Por eso no te extrañes que te haya dicho  que necesitas nacer de nuevo, de  arriba”  (Jn. 3, 3-7).
¿Qué  es nacer de nuevo, de arriba?  Para  entender esto, no hay más que ver a los Apóstoles antes y después de Pentecostés (ver Hech.  2 y 5, 17-41). 
 Antes eran torpes para entender las Sagradas  Escrituras y aún para 
entender las enseñanzas que recibieron directamente del  Señor.  También
 eran débiles en su fe.  Eran, además, temerosos para presentarse como  
seguidores de Jesús, por miedo a ser perseguidos.
Pero  sí hicieron algo:   creyeron en el  anuncio del Señor: “No
 se alejen de  Jerusalén, sino que esperen lo que prometió el Padre, de 
lo que Yo les he  hablado:  que Juan bautizó con agua, pero  ustedes 
serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hech. 1,  
4-5).
Y  ¿cómo se nace de nuevo,
 de arriba?  ¿Cómo  se nace del Espíritu Santo?  Para esto  también hay 
que ver a los Apóstoles muy especialmente en los días  entre la 
Ascensión del Señor y Pentecostés y  también a lo largo de todos los 
acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles: 
“Todos ellos 
perseveraban en la oración y  con un mismo espíritu, en compañía de 
algunas mujeres, de María, la Madre de  Jesús y de sus hermanos”. (Hech.
 1, 14).
El Adviento nos prepara 
para todo esto, y nos  prepara también para la celebración de la 
Navidad, en que recordamos la venida  histórica de Cristo.  Pero la 
Carta de  San Pedro que nos trae la Segunda Lectura nos recuerda el 
segundo significado  del Adviento: nos recuerda que también nos 
preparamos para la segunda venida de  Cristo, es decir, para el 
establecimiento de ese Reino que Cristo vendrá a  establecer y del que 
habló a Nicodemo.   San Pedro nos describe, sin ahorrar detalles, cómo 
será ese día.
Nos  dice que el día del Señor “llegará como  los ladrones”;  es decir,  inesperadamente.    Pasa luego a describir cómo será ese  momento:  “Los
 cielos desaparecerán con gran estrépito, los elementos serán  
destruidos por el fuego y perecerá la tierra con todo lo que hay en 
ella”.    Nos invita a una vida de “santidad y entrega”  en  espera del día del Señor.   Nos asegura  que vendrán “un cielo nuevo y una tierra  nueva, en que habite la justicia”.   Y
 concluye con la llamada que se repite de  varias maneras a lo largo de 
la Sagrada Escritura, pero muy especialmente en  este tiempo de 
Adviento:  vigilancia y  preparación.  “Apoyados en esta esperanza,, pongan todo su empeño en que el Señor los  halle en paz con El, sin mancha ni reproche”.
El  Adviento es tiempo 
propicio para responder a la llamada de San Juan  Bautista.  Es la misma
 llamada que nos  hace el Mesías que viene y que nos hace la Iglesia 
siempre, pero muy  especialmente en Adviento:  conversión,  cambio de 
vida, enderezar el camino, rebajar las montañas y rellenar las  bajezas 
de nuestros pecados, defectos, vicios, malas costumbres, faltas de  
virtud; nacer de arriba, nacer del Espíritu Santo, etc.
Jesús  fue anunciado en 
el Antiguo Testamento.   Y vino.  Vino hace unos 2.000  años.  Pero 
esperamos otra venida.  Esa es al final del tiempo.   También ha sido 
anunciada.  No la podemos evitar.  Y puede venir en cualquier momento “como los ladrones”  -nos
 dice el Señor y nos lo recuerda San  Pedro.  Pero el final del tiempo 
nos  viene también a cada uno el día de nuestra muerte, que puede 
sorprendernos  también como los ladrones, en cualquier momento.  
¿Estamos preparados?
(Homilia.org) 

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