El 2 de febrero de 1849, el Pontífice
—que el 1º de julio del año anterior había nombrado una comisión de
teólogos para examinar la posibilidad y la oportunidad de la definición—
dirigía a todos los obispos del mundo la encíclica Ubi primum nullis, a fin de pedir el parecer de todo el episcopado católico sobre el mérito de la definición.
Las respuestas favorables de los obispos a
la encíclica fueron 546 —de un total de 603— es decir, más del 90%.
Confortado, así, por el apoyo del episcopado, además de los pareceres
emitidos por una congregación cardenalicia y una comisión teológica,
expresamente constituidas para ese fin, y de la Compilación redactada por otra comisión, dirigida por el cardenal Raffaele Fornari, con argumentos para servir al redactor de la Bula dogmática,
Pío IX anunció, finalmente, el 1º de diciembre de 1854, al Sagrado
Colegio reunido en consistorio secreto, la inminente proclamación del
dogma de la Inmaculada Concepción, prevista para el día 8 del mismo mes.
La Bula Ineffabilis Deus fue,
así, el resultado de nueve esquemas sucesivamente elaborados, a través
de la consulta hecha a diversas comisiones encargadas del trabajo de
preparación.
Viernes, 8 de diciembre de 1854. Desde
las seis de la mañana, las puertas de San Pedro estuvieron abiertas y, a
las ocho, la inmensa basílica ya estaba repleta de pueblo. En la
capilla Sixtina, donde estaban reunidos 53 cardenales, 43 arzobispos y
99 obispos, llegados de todo el mundo, tuvo inicio una gran procesión
litúrgica que se dirigió hacia el altar de la Confesión, en la basílica
del Vaticano, donde Pío IX celebró la Misa solemne.
Al terminar el canto del Evangelio en
griego y latín, el cardenal Macchi, decano del Sacro Colegio, asistido
por el miembro de mayor edad del episcopado latino, por un arzobispo
griego y uno armenio, vino a postrarse a los pies del Pontífice a
implorarle, en latín y con voz sorprendentemente enérgica para sus 85
años, el decreto que habría de ocasionar alegría en el Cielo y el mayor entusiasmo en toda la Tierra. Después de entonar el Veni Creator,
el Papa se sentó en el trono y, portando la tiara sobre la cabeza, leyó
con tono grave y voz fuerte la solemne definición dogmática.
Desde el momento en que el cardenal decano hizo la súplica para la promulgación del dogma hasta el Te Deum,
que fue cantado después de la Misa, a la señal dada por un tiro de
cañón desde el Castillo de Sant’Angelo —durante una hora, de las once al
mediodía— todas las campanas de las iglesias de Roma tocaron
festivamente para celebrar aquel día que, como escribe Mons. Campana, “será
hasta el fin de los siglos recordado como uno de los más gloriosos de
la historia. […] La importancia de este acto no puede pasar inadvertida
por nadie. Fue la solemne afirmación de la vitalidad de la Iglesia, en
el momento en que la impiedad desenfrenada se vanagloriaba de haberla
casi destruido”.
Todos los presentes afirman que, en el momento de la proclamación del dogma, el rostro de Pío IX, bañado en lágrimas, fue iluminado por un haz de luz que bajó de lo alto. Mons. Piolanti, que estudió los testimonios dejados por los fieles que presenciaron el hecho, afirma, a la luz de su amplia experiencia en la basílica del Vaticano, que en ningún periodo del año, mucho menos en diciembre, es posible que un rayo de sol entre por una de las ventanas para iluminar cualquier punto del ábside donde se encontraba Pío IX, y concuerda con la descripción hecha por la madre Julia Filippani, de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, presente en San Pedro con su familia en el momento de la definición, según la cual no era posible explicar naturalmente el extraordinario fulgor que iluminó el rostro de Pío IX y todo el ábside: “Aquella luz —declara ella— fue atribuida por todos a una causa sobrenatural”.
La definición del dogma de la Inmaculada
Concepción suscitó un extraordinario entusiasmo en el mundo católico y
reveló la vitalidad de la fe católica, en un siglo agredido por el racionalismo y por el naturalismo. “Después de la definición del Concilio de Éfeso sobre la divina maternidad de María —escribe aún el teólogo Campana— la
historia no puede registrar otro hecho que haya suscitado tan vivo
entusiasmo por la Reina del Cielo como la definición de su total
exención de culpa”.
Entre los numerosísimos recuerdos de la
solemne definición que permanecieron hasta nuestros días, se conserva
aún la columna de la Inmaculada, en la Plaza de España, en Roma, erguida
el 18 de diciembre de 1856 y bendecida por Pío IX el 8 de septiembre de
1857.
El primer gran acto del Pontificado de
Pío IX —la definición del dogma de la Inmaculada— es mucho más que la
pública expresión de aquella profunda devoción a la Santísima Virgen,
que desde la infancia había caracterizado la espiritualidad de Giovanni
María Mastai Ferretti. Manifiesta su profunda convicción en la
existencia de una relación entre la Madre de Dios y los acontecimientos
históricos, y, de modo particular, de la importancia del privilegio de
su Inmaculada Concepción, como antídoto para los errores contemporáneos,
cuyo punto de apoyo está precisamente en la negación del pecado
original.
El fundamento de este privilegio mariano
está en la absoluta oposición existente entre Dios y el pecado. Al
hombre concebido en pecado se contrapone María, concebida sin pecado. Y a
María, en cuanto Inmaculada, le fue reservado vencer al mal, los
errores y las herejías que nacen y se desarrollan en el mundo a
consecuencia del pecado. De María la Iglesia canta la alabanza: Cun ctas haereses sola interemisti in universo mundo.
El privilegio de la Inmaculada debe ser
considerado, pues, no de manera abstracta y estática, sino en su
proyección histórica y social. La Inmaculada no es, en verdad, una
figura aislada de las otras naturalezas humanas que fueron, que son y
que serán: “Toda la historia humana es iluminada y ennoblecida por
esta excelsa criatura, la única que, en perfección, es inferior
solamente a Dios”.
La Revolución —organización social del
pecado— está destinada a ser vencida por la gracia, don divino concedido
a los hombres en la Cruz por Nuestro Señor Jesucristo. La Virgen
Dolorosa, Regina Martyrum, fue asociada a esta obra redentora, a
los pies de la Cruz, por haber sufrido sobre el Calvario, en unión con
su Hijo, el mayor de los martirios. Es en la Cruz que se funda la
mediación universal y omnipotente de María, verdad que constituye la
mayor razón de esperanza para todos aquellos que combaten la Revolución.
Si la serpiente, cuya cabeza fue aplastada por la Virgen Inmaculada, es
la primera revolucionaria, María, dispensadora y tesorera de todas las
gracias, es, en verdad, el canal a través del cual los católicos
alcanzarán las gracias sobrenaturales necesarias para combatir y
aplastar a la Revolución en el mundo.
La lucha entre la serpiente y la Virgen,
entre los hijos de la Revolución y los hijos de la Iglesia, se delinea,
pues, como la lucha total e irreconciliable entre dos “familias
espirituales”, como lo había profetizado en el siglo XVIII San Luis María Grignion de Montfort,
el santo al cual se debe la lectura tal vez más inspirada y luminosa
del pasaje del Génesis que constituye el punto de apoyo de la Ineffabilis Deus: “Pondré
enemistades entre ti y la Mujer; y entre tu raza y la descendencia
suya, Ella quebrantará tu cabeza, y tú andarás asechando a su calcañar” (Gen. 3, 15).
(forocatolico.wordpress.com)
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