domingo, 1 de marzo de 2015

"MAESTRO, ¡QUE BIEN SE ESTÁ AQUÍ!! - Reflexiones de Cuaresma: (Ciclo B)


Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.  En la Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo probado en su fe y en su confianza en Dios.  En el Evangelio se nos narra la Transfiguración del Señor.
En la Primera Lectura se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba. Por eso se le conoce como el padre de todos los creyentes. Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de Dios.
A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré” (Gen. 12, 1-4).  Y Abraham  sale sin saber a dónde va. 

Ante la orden del Señor, Abraham cumple ciegamente.  Va a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama.  Deja todo, renuncia a todo: patria, casa, familia, estabilidad, etc.  Da un salto en el vacío en obediencia a Dios.  Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por El.  Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo. 

¿Cómo parecernos a Abraham?  Sería un buen programa durante esta Cuaresma tratar de parecernos a Abraham: confianza absoluta en Dios, entrega incondicional a su Voluntad, renuncia de uno mismo, aceptación total de los planes de Dios…

A Abraham Dios le había prometido que sería padre de un gran pueblo.  Y Abraham cree, a pesar de que todas las circunstancias parecen contrarias a esta promesa.  Por un lado, su esposa Sara es estéril y él ya cuenta con la edad de 75 años para el momento de la promesa.  Pero Abraham cree por encima de las circunstancias humanas.  

Pasa el tiempo... pasa bastante tiempo, desde que Dios le hizo su promesa a Abraham... pasan ¡24 años! ... Ya Abraham tiene 99 años... y  Sara sigue estéril.  En esas condiciones y en ese momento tiene lugar una visita del Señor a la tienda de Abraham.  Al final de la visita le dice: Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo.  

Y, como para Dios no hay nada imposible, así fue: al año siguiente, a un hombre de 100 años y a una mujer estéril de 90, les nace un hijo (Isaac), el hijo por el cual la descendencia de Abraham será tan numerosa como las estrellas del cielo, el hijo por el cual será Abraham padre de un gran pueblo, padre de todos los creyentes.  

Han sido 24 años de larga espera.  Y cuando lo que era difícil parecía ya imposible, Dios cumple su promesa.  La lógica de Dios es distinta a la lógica humana.  Los planes de Dios son diferentes a los planes de los hombres.  Los planes de Dios no se realizan como el hombre quiere, sino como Dios quiere.  Los planes de Dios no se realizan tampoco cuando el hombre quiere o cree, sino cuando Dios quiere.
A veces nos es más fácil hacer lo que Dios quiere, que hacer las cosas cuando Dios quiere.  A veces nos es más fácil cumplir la Voluntad de Dios, que tener la paciencia para esperar el momento en que Dios quiere hacer su Voluntad.  

Abraham creyó y esperó: creyó contra toda apariencia, esperó contra toda esperanza ... y también esperó el momento del Señor.

Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo.

Sin embargo, comienza a crecer Isaac, el hijo de la promesa.  Cuando ya todo parece estar estabilizado, Dios interviene nuevamente para hacer una exigencia “ilógica” a Abraham: le pide que tome a Isaac y que se lo ofrezca en sacrificio. 

Este tal vez sea uno de los episodios más conmovedores de la Biblia (Gen. 22, 1-2.9-18).  Dios vuelve a exigirle todo a Abraham.  Ahora le pide la entrega de lo que Dios mismo le había dado como cumplimiento de su promesa: Isaac debe ser sacrificado.   Abraham obedece ciegamente, sin siquiera preguntar por qué.  Sube el monte del sacrificio para cumplir el más duro de los requerimientos del Señor.  Y en el momento que se dispone a sacrificar a su hijo, Dios lo hace detener.

Dios requirió de Abraham una entrega total: le pidió el todo.  Abraham creyó, esperó y obedeció. Así debe ser nuestra fe:  inconmovible, indubitable, sin cuestionamientos, confiada en los planes y en la Voluntad de Dios, dispuesta a dar el todo a Dios.  Una fe confiada en que Dios sabe exactamente lo que conviene a cada uno: una fe ciega.

Abraham respondió a un Dios desconocido para él -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra. Pero nosotros hemos conocido la gloria de Dios, que fue experimentada por los Apóstoles después de la Resurrección del Señor, pero aún antes, en los momentos de su Transfiguración ante Pedro, Santiago y Juan.  Jesucristo lleva a estos tres Apóstoles al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad.  (Mc. 9, 2-10)

Si Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al llamado de Dios, un Dios desconocido para él ¡cómo no debemos responder nosotros que hemos conocido a Cristo
Abraham fue probado en su fe y en su confianza en Dios, al exigirle que sacrificara a Isaac, el hijo de la promesa.  Los Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan fueron fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró delante de ellos.  Es lo que el Evangelio nos relata: Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10)

Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.

De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo.  (Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de los tiempos).

Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más posible.  Por eso se revistió de nuestra carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3, 8).  Se asemejó en todo, menos en el pecado.
Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de sus Apóstoles algo su divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima Pasión y Muerte. 

Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario.  

En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita. 

Los tres quedaron extasiados.  Y eso que Jesús sólo les había dejado ver un poquito de su gloria, pues ninguna creatura humana habría podido soportar la visión completa de su divinidad, según sabemos de lo dicho por Yavé a Moisés (cf. Ex. 33, 20).

La gloria es el fruto de la gracia.  Así, la gracia que Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente.  Fue algo de lo que El quiso mostrarnos en el Tabor.
Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos en gracia.  La gracia nos va transformando. Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión Beatífica de Dios.

Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario.  ¿Qué efecto tiene el pecado en nuestra alma?  Nos desfigura, nos oscurece.  Y nos daña de tal manera que, si nos descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría llevarnos a la condenación eterna.

Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos.  No hay gloria sin sufrimiento.  No hay resurrección sin cruz.
Con sus enseñanzas y con su ejemplo, Jesucristo quiso decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor.
A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse allí.  “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.)  Pero ese anhelo fue interrumpido por la misma voz del Padre: “Este es mi Hijo amado en Quien tengo puestas mis complacencias.  Escúchenlo”  (Mt. 17, 5).

Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando de esa pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde, diciéndole que escuche y siga a su Hijo.  No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los demás supieran que seguir a Jesús significa subir también al Calvario.
Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la consecuencia de la posesión de Dios, de la Visión Beatífica, aquí en la tierra los momentos de felicidad espiritual son sólo impulsos para entregarnos con mayor generosidad a Dios y a su servicio. 

Después de la Transfiguración, los tres discípulos levantaron los ojos y vieron sólo a Jesús. Ya no estaban Moisés y Elías. Ya no irradiaba el Señor su Divinidad.

No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se interrumpa todo, que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos felices, o –al contrario- que tengamos muchos momentos de sufrimiento.   No importa la situación, no importa la circunstancia.  Puede ser en el Tabor o en el Calvario.  Sólo Dios basta.

Recordemos el poema teresiano:
Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta
Sólo Dios basta.

Volvamos a Abraham.  Renuncia a sí mismo fue lo que Dios pidió a Abraham... y Abraham dejó todo y aceptó todo.   Respondió sin titubeos y sin remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a atrás. 
Esa renuncia de nosotros mismos es algo que el Señor nos pide especialmente en esta Cuaresma.  Esa renuncia a nosotros mismos es lo que nos pide el Señor para poder llegar a la gloria de la Resurrección. 
No hay resurrección sin muerte de uno mismo y tampoco sin la cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios. 

Esa entrega requerida para llegar a la Visión Beatífica nos la muestra Abraham, padre de los creyentes, que dejó todo y aceptó todo a petición de Dios.  Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la cruz, para luego resucitar glorioso y transfigurado.  

Y esa resurrección la ha prometido a todo aquél que también cumpla la Voluntad de Dios. (homilia.org)

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