Las Lecturas de este Segundo Domingo del
Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al
llamado que Dios hace a cada uno de nosotros ... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.
En la Primera Lectura (Gn. 12, 1-4a) se nos habla de Abraham, nuestro
padre en la fe. Y así consideramos a Abraham, pues su característica
principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda
prueba. Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes
de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de Dios.
A
Abraham, Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja
tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te
mostraré”.
Y Abraham sale sin saber a dónde va. Ante la orden
del Señor, Abraham cumple ciegamente. Va a una tierra que no sabe dónde
queda y no sabe siquiera cómo se llama. Deja todo, renuncia a todo:
patria, casa, familia, estabilidad, etc. Da un salto en el vacío en
obediencia a Dios. Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a
paso por El. Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo.
Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo.
En la Segunda Lectura (2 Tim. 1, 8-10) leemos a San Pablo insistiendo
en el llamado que Dios nos hace. Nos dice: “Dios nos ha llamado a que le
consagremos nuestra vida”; es decir, a que le entreguemos a El todo lo
que somos y lo que tenemos, pues todo nos viene de El. Y nos dice además
San Pablo que Dios nos llama, no por nuestras buenas obras, sino porque
El lo dispone así de gratis, sin merecerlo nosotros.
Si
Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al llamado de
Dios, un Dios desconocido para él -pues Abraham pertenecía a una tribu
idólatra- ¡cómo no debemos responder nosotros que hemos conocido a
Cristo!
El Evangelio (Mt. 17, 1-9) nos relata la
Transfiguración del Señor ante Pedro, Santiago y Juan. Jesucristo se los
lleva al Monte Tabor y allí les muestra algo del fulgor de su
divinidad. Y quedan extasiados al ver “el rostro de Cristo
resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve”.
Es de hacer notar que este evento tiene lugar unos pocos días después
del anuncio que Cristo les había hecho de que tendría que morir y sufrir
mucho antes de su muerte. Jesús quería que esta vivencia de su gloria
fortaleciera la fe de los Apóstoles. Ellos habían quedado muy turbados
al conocer que el Señor sería entregado a las autoridades y que sería
condenado injustamente a una muerte terrible… Y que luego resucitaría.
Tanta relación tiene la Transfiguración de Jesucristo con su Pasión y
Muerte, que en el relato que hace San Lucas de este evento, se ve a
Moisés y Elías “resplandecientes, hablando con Jesús de su muerte que
debía cumplirse en Jerusalén” (Lc. 9, 31).
Con esto Jesucristo
quiere decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el
esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la
gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar
por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el
dolor. Así se los dijo en el anuncio previo a su Transfiguración sobre
su Pasión y Muerte: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo,
que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera asegurar su
propia vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará”
(Mt. 16, 24-25).
Esa renuncia a uno mismo fue lo que Dios pidió
a Abraham ... y Abraham dejó todo y respondió sin titubeos y sin
remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a atrás. Esa renuncia a
nosotros mismos es lo que nos pide hoy el Señor para poder llegar a la
gloria de la Resurrección.
No hay resurrección sin muerte a uno
mismo y tampoco sin la cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de
Dios. A eso se refiere el “perder la vida por mí”, que nos pide el
Señor. Y recordemos lo que El mismo nos advierte: el que quiera asegurar
lo que cree que es su propia vida, terminará por perderla, pero el que
pierda por Mí eso que considera su propia vida, podrá entonces hallarla.
Recordemos, también, que la resurrección y la gloria del Cielo es la
meta de todo cristiano. En efecto, así aprendimos en desde nuestra
Primera Comunión: fuimos creados para conocer, amar y servir a Dios en
esta vida, y luego gozar de El en la gloria del Cielo. Esa gloria nos la
muestra Jesús con su Transfiguración.
Ahora bien ¿cómo puede
ser esto de que Jesús a veces se veía como un hombre cualquiera y a
veces mostraba su divinidad? Veamos la explicación teológica: el alma de
Jesús, unida personalmente al Verbo -que es Dios (Jn. 1, 1)-, gozaba de
la Visión Beatífica, lo cual tiene como efecto la glorificación del
cuerpo.
Pero esa glorificación corporal no se manifestaba en
Jesús corrientemente, porque Jesús quiso asemejarse a nosotros lo más
posible. La Transfiguración fue, entonces, uno de esos pocos momentos
privilegiados en que Jesús mostró parte de su gloria.
La gloria
es el fruto de la Gracia. Y Jesús es la Gracia misma. Jesús posee la
Gracia en forma infinita y eso se traduce en un gloria infinita. Esa
gloria infinita transfigura totalmente la carne que recibió al hacerse
ser humano, como nosotros.
¿Para qué este razonamiento
teológico? ¿Tiene esta explicación algún sentido para nuestra vida
espiritual, alguna aplicación práctica? Sí la tiene. Veamos ...
En nosotros sucede algo semejante. La Gracia nos transforma. Esto lo
trata San Pablo (2 Cor. 3, 12-18) cuando nos habla del velo con que
Moisés se cubría la cara después de estar en la presencia de Dios (Ex.
34, 35). Mientras la Gracia nos transfigura con la luz que le es propia,
como sucedía a Moisés al estar delante de Dios, el pecado nos desfigura
con la oscuridad y tinieblas, propias del pecado y del Demonio (Jn. 1,
5; 3, 19; Hech. 26, 18).
Y es audaz San Pablo al afirmar que él
y los cristianos que habían recibido la Gracia no tenían que andar con
el rostro cubierto como Moisés, sino que “reflejamos, como en un espejo,
la Gloria del Señor, y nos vamos transformando en imagen suya, más y
más resplandecientes, por la acción del Señor”. (2 Cor 3, 18)
Esa es la acción de la Gracia, es decir, de la vida de Dios en nosotros:
luz, vida, resplandor, etc. Pero más que eso, la Gracia Divina nos va
haciendo imagen de Cristo. De allí la importancia de vivir en Gracia, es
decir, sin pecado mortal en nuestra alma. Además, huyendo del pecado
y/o arrepintiéndonos en la Confesión Sacramental cada vez que caigamos.
Una Confesión bien hecha, en la que descargamos nuestros pecados graves y
no graves, restaura inmediatamente la Gracia. Y esa Gracia debe ir
siempre en aumento: con la Eucaristía, la oración, las obras buenas, la
práctica de las virtudes, etc.
La Gracia la recibimos
inicialmente en el Bautismo y hemos de irla aumentando a lo largo de
nuestra vida en la tierra, hasta el día en que disfrutemos ya de la
Visión Beatífica de Dios en el Cielo y, en la contemplación de la gloria
de Dios, seremos también trasfigurados, “seremos semejantes a El,
porque lo veremos tal como es” (1 Jn. 3, 2). Para ese momento sí
podremos verlo “cara a cara” (1 Cor. 13, 12).
Tan bello y
agradable era lo que vivieron los Apóstoles en la Transfiguración, que
Pedro le propuso al Señor hacer tres tiendas, para quedarse allí.
¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí”, exclama San Pedro. Así de
agradable y de atractiva es la gloria del Cielo, en la que provoca
quedarse allí para siempre.
Y eso precisamente nos lo ha
prometido el Señor: nos ha prometido la felicidad total y absoluta, para
siempre, siempre, siempre. Ese es el gozo del Cielo, que los Apóstoles
pudieron vislumbrar en los breves instantes de la Transfiguración del
Señor.
La entrega requerida para llegar a esa meta nos la
muestra Abraham, padre de los creyentes, que dejó todo a petición de
Dios. Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega
absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la cruz,
para luego resucitar glorioso y transfigurado. Y esa resurrección la ha
prometido también a todo aquél que cumpla la Voluntad de Dios.
(www.homilia.org)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario