El Evangelio de este Domingo vuelve a presentarnos a San Juan Bautista, esta vez desde el Evangelio de San Juan.
San Juan Bautista, era primo de Jesús, pero no lo conocía, según nos
dice él mismo. Fue su Precursor, apareció en el desierto para anunciar
la llegada del Mesías. Por todo esto San Juan Bautista es un personaje
central del Adviento, este tiempo de preparación que la Liturgia nos
ofrece antes de la Navidad.
Por ello es útil revisar el relato
que de San Juan Bautista hacen los cuatro Evangelistas (Mt. 3, 1-12; Mc.
1, 1-8; Lc. 3, 1-17; Jn. 1, 6-28). Allí podemos ver varias cosas
importantes a tener en cuenta en preparación para la venida del Señor.
San Juan Bautista predicaba un bautismo de arrepentimiento. Pedía con
su predicación que la gente se convirtiera de la vida de pecado y se
resolviera a vivir una nueva vida de acuerdo a la ley de Dios. Es lo
que nosotros debemos hacer en preparación a la venida del Señor.
San Juan Bautista hablaba de preparar el camino del Señor rellenando lo
hundido, aplanando lo alzado, enderezando lo torcido y suavizando lo
áspero. Se trata esto de reformar nuestros modos equivocados de
comportamiento y de costumbres: por ejemplo, rellenando las bajezas de
nuestro egoísmo y envidia; rebajando las alturas de nuestro orgullo y
altivez; enderezando los caminos desviados y equivocados que no nos
llevan a Dios; suavizando las asperezas de nuestra ira e impaciencia.
En general, corrigiendo, nuestros defectos, vicios y pecados.La Primera
Lectura es del Profeta Isaías, el cual desde el Antiguo Testamento
también anunciaba a Cristo (Is. 61, 1-2 y 10-11). Isaías fue el
Profeta que más claramente describió por adelantado la vida, pasión y
muerte de Jesucristo.
En este trozo de Isaías vemos la
descripción de la misión del Mesías. Un día Jesús leyó ese pasaje de
Isaías en la Sinagoga de Nazaret, el sitio donde vivía, y agregó al
final de la lectura que esa profecía se refería a El mismo. Y vemos en
este mismo episodio que, a pesar de lo admirados que estaban de los
milagros de Jesús y de sus enseñanzas, no pudieron aceptar que Jesús, el
de Nazaret, el hijo del carpintero, fuera el Mesías esperado. (cfr.
Lc. 4, 16-30.)
Veamos con detalle la misión del Mesías, anunciada por Isaías y ratificada por Cristo mismo:
“Anunciar la buena nueva a los pobres”: la Buena Nueva es el anuncio
de salvación que Jesucristo, el Salvador del mundo nos vino a traer. Y
la anuncia a los pobres. Pero ¿quiénes son estos pobres? ¿Serán los
económica y socialmente pobres? Y si esto fuera así ¿cómo quedan los
que tienen medios económicos y pertenecen a las clases medias o altas?
¿No es para ellos la Buena Nueva del Señor? Claro que sí es. Es para
todos: pobres y ricos, considerados desde el punto de vista económico y
social. Pero todos los que reciban la Buena Nueva de salvación sí
deben ser pobres en el espíritu. Son los mismos a quienes Jesús se
refiere en las Bienaventuranzas (Mt. 5, 3). Pobres en el espíritu son
aquéllos que se saben nada sin Dios, que saben que nada pueden sin Dios,
que en todo dependen de El. Esos están listos para recibir la Buena
Nueva que Cristo trae. En cambio, los ricos en el espíritu, los que
creen que pueden por sí solos, los que se creen gran cosa ante Dios,
ésos no están listos para recibir el mensaje de Jesucristo.
“Curar a los de corazón afligido”: Jesucristo vino a sanar a los que
sufren. También esta parte de su misión la menciona en las
Bienaventuranzas: “Dichosos los que sufren, porque ellos serán
consolados” (Mt. 5, 4). Jesús cura los corazones afligidos. Pero los
cura mostrándonos que el sufrimiento, bien aceptado y bien llevado, es
una gracia muy especial. Los cura mostrándonos con su sufrimiento, que
nuestro sufrimiento, unido al suyo, tiene valor redentor. Los cura
mostrándonos que todo sufrimiento aceptado en Cristo, es la cruz que el
Señor nos regala para poder imitarlo y para poder “ser consolados”,
como nos promete esta bienaventuranza.
“Proclamar el perdón a los
cautivos y la libertad a los prisioneros”: Jesucristo nos trae el
perdón de los pecados. Ese perdón nos libera del cautiverio del pecado.
El que está hundido en el pecado, necesita ser liberado. Y Cristo nos
trajo esa liberación. Podemos decir que los seres humanos nos
encontrábamos prisioneros en situación de secuestro: estábamos
secuestrados por el Demonio, a causa del pecado original de nuestros
primeros progenitores. Pero Cristo pagó nuestro rescate con su muerte
en cruz y su resurrección gloriosa. Ya somos libres; ya se nos ha
borrado el pecado original con el Sacramento del Bautismo; y se nos
perdonan los demás pecados cometidos, con nuestro arrepentimiento y con
el Sacramento de la Confesión.
“Pregonar el Año de Gracia del
Señor”. La aparición de Cristo en nuestra historia fue el Año de Gracia
del Señor anunciado desde el Antiguo Testamento por Isaías. Año de
Gracia en nuestra época fue el aniversario número 2.000 de ese gran
acontecimiento, cuando la Iglesia, recordando lo anunciado por el
Profeta Isaías, proclamó un nuevo Año de Gracia, el del Gran Jubileo del
2.000, el cual fue “año de perdón de los pecados y de las penas por los
pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples
conversiones y de penitencia sacramental y extra-sacramental ... y de la
concesión de indulgencias de un modo más generoso que en otros años”
(TMA # 14).
El Salmo nos trae el Magnificat (Lc. 1, 46-55) esa
oración de alabanza que la Santísima Virgen María recita al ser saludada
como la Madre de Dios por su prima Santa Isabel.
Y de este Canto
de María es bueno resaltar su coincidencia también con lo expresado por
el Profeta Isaías: “A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos
despidió vacíos”. Se refieren estos hambrientos a los que necesitan
de Dios y de los bienes de Dios. Y se refieren estos ricos a los que
creen no necesitar de Dios y de los bienes de Dios. Por ello, a los que
necesitan del El, Dios los colma de bienes, y a los que se bastan a sí
mismos, los despide vacíos.
En la Segunda Lectura (1 Ts. 5,
16-24), San Pablo nos recuerda lo mismo que San Pedro el pasado domingo
sobre nuestra preparación para la venida del Señor: “que todo su ser,
espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable hasta la llegada de
nuestro Señor Jesucristo”. Y, además, nos habla San Pablo de la acción
del Espíritu Santo en los mensajes proféticos, instruyéndonos sobre la
correcta actitud al respecto: “No impidan la acción del Espíritu Santo,
ni desprecien el don de profecía; pero sométanlo todo a prueba y
quédense con lo bueno”.
Vemos en la narración de los
Evangelios sobre San Juan Bautista, cómo éste cumplió con su misión de
anunciar al Mesías y de preparar su camino. Y cuando lo vio venir pudo
reconocerlo por una íntima revelación que Dios le dio, la cual él hace
pública: “Yo no lo conocía, pero Dios, que me envió a bautizar con
agua, me dijo también: ‘Verás al Espíritu bajar sobre Aquél que ha de
bautizar en Espíritu Santo y se quedará en El.’ ¡Y yo lo he visto! Por
eso puedo decir que Este es el Elegido de Dios” (Jn. 1, 33-34).
Al ser preguntado por qué bautizaba si no era el Mesías, San Juan
Bautista dice que ciertamente él ha estado bautizando con agua, pero que
el que viene después de él, bautizará con el Espíritu Santo.
Jesucristo confirmará este anuncio de San Juan Bautista. En el diálogo
nocturno que tuvo con Nicodemo, le dice a este buen fariseo: “En verdad
te digo, nadie puede ver el Reino de Dios sin no nace de nuevo, de
arriba”. Y, ante el asombro de Nicodemo, Cristo le explica: El que no
renace del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de
Dios ... Por eso no te extrañes que te haya dicho que necesitas nacer de
nuevo, de arriba” (Jn. 3, 3-7).
Y ¿qué es nacer de nuevo, de
arriba? Para entender esto, no hay más que ver a los Apóstoles antes y
después de Pentecostés (cfr. Hech. 2 y 5, 17-41). Antes eran torpes
para entender las Sagradas Escrituras y aún para entender las enseñanzas
que recibieron directamente del Señor. También eran débiles en su fe,
deseosos de los primeros puestos y envidiosos entre ellos. Eran,
además, temerosos para presentarse como seguidores de Jesús, por miedo a
ser perseguidos.
Pero sí hicieron algo: creyeron y
obedecieron el anuncio del Señor: “No se alejen de Jerusalén, sino que
esperen lo que prometió el Padre, de lo que Yo les he hablado: que Juan
bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo
dentro de pocos días” (Hech. 1s, 4-5).
Y ¿cómo se nace de nuevo,
de arriba? ¿Cómo se nace del Espíritu Santo? Para esto también hay que
ver a los Apóstoles muy especialmente en los días entre la Ascensión
del Señor y Pentecostés y también a lo largo de todos los
acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles: Nos dice la
Escritura que perseveraban en la oración junto con María, la Madre de
Jesús (Hech. 1, 14).
Quien ha nacido del Espíritu Santo se da
cuenta de que Dios es lo más importante en su vida, se da cuenta que
vive para Dios, que Dios es el que manda en su vida (es el Señor, ¿no?).
Eso es estar preparados. ¿Preparados para qué? Pues para cuando
vuelva el Señor, que volverá en el momento que nos toque morir o en su
Segunda Venida al fin de los tiempos.
(
Homilia.org)